lunes, 16 de julio de 2012

Disparar a los relojes (David Efe "La Voz Inapropiada")







DISPARAR A LOS RELOJES

En este día maravilloso
las palabras fueron cayendo
como polvo sobre el barro,
en este momento perfecto
y extinto, al fin, ya el lenguaje
y todas esas formas de llamar
a la formas por su nombre,
en este instante perfecto
deseo callar los relojes para siempre,
al termino de la palabra siempre,
que no me dejen las drogas,
que no me dejen nunca a solas,
no quiero caerme del cielo,
que no termine nunca este instante,
espera,
detrás de esta calada,
que se pare el sol en este segundo,
quiero ser este momento,
esta brisa tan favorable que no flojee nunca,
hacer que nunca acabe este instante,
disparemos a los relojes,
nunca más otra cosa,
nunca el cansancio de repetirlo ni su después,
tan sólo este instante
para siempre y sostenido,
en este ahora yo seré
el loco contemplando la nada,
pero que el tiempo se pare en este instante,
que se pare joder el tiempo,
espera,
quiero saltar del tiempo y bajarme
en este precioso momento,
varado en este segundo,
que el tiempo se pare,
espera,
ahora,
suspendido en el humo
y entre tus piernas,
en este instante perfecto
que se congele el tiempo,
que se pare con el humo
flotando ingrávido como un ángel atrapado
colgado de este momento para siempre,
pero que se pare cuando termine el verso,
que se pare el tiempo,
espera,
justo después de este YA.

lunes, 9 de julio de 2012

Federico García Lorca. "Poemas Secuestrados"






  Este 19 de agosto hará 76 años que asesinaron a Lorca, de este poeta está casi todo dicho y no seré yo el que descubra nada nuevo, simplemente homenajear en este espacio a este amado poeta, y hacerlo con unos poemas del libro "Poeta en Nueva York", libro que me marcó muy profundamente cundo lo leí de joven, es cierto que hay cosas que te cambian la vida y éste libro me la cambió por completo...




New York

Oficina y denuncia



Debajo de las multiplicaciones 
hay una gota de sangre de pato. 
Debajo de las divisiones 
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando 
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa 
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé. 
Y los anteojos para la sabiduría, 
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre, 
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra. 
Todos los días se matan en New York 
cuatro millones de patos, 
cinco millones de cerdos, 
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas, 
un millón de corderos 
y dos millones de gallos 
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja 
o asesinar a los perros 
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada 
los interminables trenes de leche, 
los interminables trenes de sangre, 
y los trenes de rosas maniatadas 
por los comerciantes de perfumes. 
Los patos y las palomas 
y los cerdos y los corderos 
ponen sus gotas de sangre 
debajo de las multiplicaciones; 
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle 
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente 
que ignora la otra mitad, 
la mitad irredimible 
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones 
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos 
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara. 
La otra mitad me escucha 
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías 
que llevan frágiles palitos 
a los huecos donde se oxidan 
las antenas de los insectos. 
No es el infierno, es la calle. 
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados 
y distancias inasibles
en la patita de ese gato 
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas. 
Óxido, fermento, tierra estremecida. 
Tierra tú mismo que nadas 
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera 
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura 
de estas desiertas oficinas 
que no radian las agonías, 
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.



Introducción a la muerte

Luz y panorama de los insectos
Poema de amor


Mi corazón tendría la forma de un zapato 
si cada aldea tuviera una sirena. 
Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos 
y barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.

Si el aire sopla blandamente
mi corazón tiene la forma de una niña.
Si el aire se niega a salir de los cañaverales
mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.

Bogar, bogar, bogar, bogar, 
hacia el batallón de puntas desiguales, 
hacia un paisaje de acechos pulverizados.
Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos.
Y la luna.
¡La luna!
Pero no la luna.
La raposa de las tabernas,
el gallo japonés que se comió los ojos,
las hierbas masticadas.

No nos salvan las solitarias en los vidrios, 
ni los herbolarios donde el metafísico 
encuentra las otras vertientes del cielo. 
Son mentira las formas. Sólo existe 
el círculo de bocas del oxígeno. 
Y la luna.
Pero no la luna.
Los insectos, 
los muertos diminutos por las riberas, 
dolor en longitud, 
yodo en un punto, 
las muchedumbres en el alfiler,
el desnudo que amasa la sangre de todos,
y mi amor que no es un caballo ni una quemadura,
criatura de pecho devorado. 
¡Mi amor!

Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro! Rostro.
Las manzanas son unas, 
las dalias son idénticas, 
la luz tiene un sabor de metal acabado
y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda.
Pero tu rostro cubre los cielos del banquete.
¡Ya cantan!, ¡gritan!, ¡gimen!,
¡cubren! ;trepan! ¡espantan!

Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas,
por las calles deshabitadas de la edad media que bajan al río, 
por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida,
por las escalas, ¡sin miedo! por las escalas.
Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar;
es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón.
Y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día
hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas. 

Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta!
En mi pañuelo he sentido el tris 
de la primera vena que se rompe.

Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!,
ya que yo tengo que entregar mi rostro, 
mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro!

Este fuego casto para mi deseo, 
esta confusión por anhelo de equilibrio,
este inocente dolor de pólvora en mis ojos, 
aliviará la angustia de otro corazón
devorado por las nebulosas.

No nos salva la gente de las zapaterías, 
ni los paisajes que se hacen música al encontrar las llaves oxidadas.
Son mentira los aires. Sólo existe 
una cunita en el desván 
que recuerda todas las cosas.
Y la luna.
Pero no la luna.
Los insectos,
los insectos solos.
crepitantes, mordientes. estremecidos, agrupados, 
y la luna 
con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos.
¡¡La luna!!

New York. 4 de enero de 1930.



Los negros
Oda al rey de Harlem

Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos 
y golpeaba el trasero de los monos. 
Con una cuchara.

Fuego de siempre dormía en los pedernales, 
y los escarabajos borrachos de anís 
olvidaban el musgo de las aldeas. 

Aquel viejo cubierto de setas 
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey 
y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos 
de las últimas curvas del aire, 
y en los montones de azafrán 
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado. 

Es preciso cruzar los puentes 
y llegar al rubor negro 
para que el perfume de pulmón 
nos golpee las sienes con su vestido 
de caliente piña. 

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente 
a todos los amigos de la manzana y de la arena, 
y es necesario dar con los puños cerrados 
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas 
bajo el amianto de la luna, 
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, 
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra, 
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje. 

Tenía la noche una hendidura
y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas 
llevaban niños y monedas en el vientre,
y los muchachos se desmayaban 
en la cruz del desperezo.

Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata
junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón
por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem,
con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos. 
Con una cuchara. 
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro, 
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos 
y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles, 
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes, 
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer. 

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardos,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados. 

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella 
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana. 

Es la sangre que viene, que vendrá 
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias, 
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo. 

Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos, 
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse 
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química. 

Es por el silencio sapientísimo 
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios 
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre. 

Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango, 
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva 
colmillos, girasoles, alfabetos 
y una pila de Volta con avispas ahogadas. 

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra. 
Médulas y corolas componían sobre las nubes 
un desierto de tallos sin una sola rosa. 

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte, 
se levanta el muro impasible 
para el topo, la aguja del agua. 
No busquéis, negros, su grieta 
para hallar la máscara infinita. 
Buscad el gran sol del centro 
hechos una piña zumbadora. 
El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa, 
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río 
y muge seguido de caimanes. 

Negros, Negros, Negros, Negros. 

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula 
palidecieron al morir. 
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta. 
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas tumben postreras azoteas.

Entonces, negros, entonces, entonces, 
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas, 
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas 
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo. 

¡Ay, Harlem, disfrazada! 
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor, 
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores, 
a través de láminas grises,
donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado 
cuyas barbas llegan al mar.

martes, 3 de julio de 2012

ALGO SOBRE LA SED "La Voz Inapropiada" David Efe




ALGO SOBRE LA SED

Situaciones frágilmente sostenibles,
el ímpetu que vuelve y el corazón,
pim pam pum,
pim pam pum,
en la cabeza.

La mirada que sabes predecir,
los sonidos que no cesan,
un poco de olvido y los minutos,
uno tras otro,
uno tras otro.

El significado de la gente,
el sacrificio,
las primeras arcadas,
un oráculo que duerme
sobre una caja de cartón,
una realidad que ya no lo parece
y los pies a través de la vida,
uno tras otro,
uno tras otro,
recorriendo los siglos de la gente.

La saliva que no encuentra el paladar,
¿dónde está mi saliva?,
la sed que es una herida
que me llevará días sanar,
los cuerpos desorientados
de los transeúntes
y una brecha de aire en el horizonte
y mis pies que sostienen el suelo,
uno tras otro,
uno tras otro.

La sed que me borra la voz,
la voz que es la misma nada,
la maldad que es una ausencia
y me golpea,
pim pam pum,
pim pam pum,
en el estómago.

La moneda que es un cuerpo para la ropa,
la moneda que ya no brilla
y que se aleja del vaso,
el miedo que ahora es una mancha
en un cielo lleno de pus
y mis pies,
uno tras otro,
uno tras otro,
a través de la vida.